El lunes llegó con una flojera que parecía burlarse de mi resaca y mi cabeza revuelta. El trabajo había sido un infierno de reuniones inútiles y compañeros hablando pavadas, pero lo que realmente me tenía al borde era saber que al volver a casa, Lucía seguiría ahí, como una bomba de tiempo con patas. Cuando abrí la puerta, el silencio de la casa me recibió como un mal presagio. Fui al living y ahí estaban: Clara y Lucía, abrazadas en el sofá. Lucía, con la cara enterrada en el hombro de mi mujer, sollozaba otra vez, como si el drama del domingo no hubiera tenido suficiente. Clara le acariciaba el pelo con esa dulzura suya que me deshacía, pero yo no podía evitarlo: mi cabeza ya estaba en otro lado. Las imaginé desnudas, los cuerpos enredados, Clara gimiendo mientras Lucía la besaba por el cuello, bajando lentamente hasta perderse entre sus piernas. Sacudí la cabeza, intentando borrar la imagen, pero mi pija ya estaba dando señales de vida, apretándome contra el pantalón.
“¿Todo bien?”, pregunté, más para romper el momento que por interés genuino. Clara levantó la mirada y me sonrió, pero Lucía no se movió, solo apretó más fuerte a Clara, como si yo no existiera. “Se queda unos días más, Juan. No está en condiciones de estar sola”, dijo Clara, y aunque su voz era suave, había algo en su tono que no admitía discusión. Asentí, tragándome la mezcla de fastidio y excitación que me subía por la garganta. No podía lidiar con eso ahora, así que murmuré algo sobre trabajo pendiente y me encerré en el escritorio, buscando un escape.
Encendí la computadora, con el corazón todavía acelerado. No quería pensar en Lucía, ni en Clara, ni en el desastre que se estaba armando en mi cabeza. Abrí una pestaña de incógnito y entré a a ver porno, buscando algo que me sacara de ese torbellino. Encontre un video que me encantó: dos mujeres, una rubia y una morocha, en una cama deshecha. La rubia estaba de rodillas, con la cara hundida entre los muslos de la morena, lamiendo con una intensidad que hacía que la otra se moviera electricamente, gimiendo como si le estuvieran arrancando el alma. La cámara se acercó, mostrando cada detalle: la lengua de la rubia deslizándose por los pliegues húmedos, los dedos clavándose en las caderas de la morena, el brillo del sudor en sus cuerpos. La morocha agarró el pelo de la rubia, tirando con fuerza, y le susurró algo que no alcancé a escuchar, pero que hizo que la rubia acelerara, chupando con más hambre. Mi mano ya estaba en mi pija, apretándola por encima del pantalón, mientras mi cabeza reemplazaba a las actrices con Clara y Lucía. Imaginé a Lucía de rodillas, con la boca en el coño de Clara, los ojos verdes mirándome mientras lamía, provocándome, como si supiera que estaba al borde.
Estaba tan metido en el video que casi no noté el movimiento en el patio. Giré la cabeza y ahí estaba Lucía, sola, apoyada contra la pared, fumando un cigarrillo. La luz del atardecer le pegaba de lleno, marcándole las curvas bajo esa remera fina que no dejaba mucho a la imaginación. Mis ojos se clavaron en ella, y mi mano, como si tuviera vida propia, se metió dentro del pantalón. Me empecé a masturbar, lento al principio, siguiendo el ritmo del video, pero con la mirada fija en Lucía. La rubia en la pantalla ahora estaba encima de la otra, restregándose contra ella, sus tetas rozándose mientras gemían al unísono. Pero yo solo veía a Lucía, su silueta en el patio, el humo saliendo de su boca como si estuviera invitándome a algo prohibido.
Me acerqué a la ventana, sin dejar de tocarme, la pija dura recontra re mil dura. Quería que me viera, quería que supiera lo que me estaba haciendo. Como si me hubiera leído la mente, Lucía giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos. No se inmutó, no apartó la mirada. Dio una calada profunda al cigarrillo y dejó que el humo se escapara lentamente, mientras una sonrisa apenas perceptible se le dibujaba en la cara. Eso fue suficiente para empujarme al borde. La rubia en el video estaba gimiendo más fuerte, la morena le clavaba las uñas en el culo, y yo me imaginaba a Clara entrando al cuarto, descubriendome con la pija en la mano, viendo porno y mirando a Lucía. El miedo a que eso pasara, mezclado con la mirada de Lucía y el calor del momento, me hizo estallar. Acabé con como un adolescente ahogado, la lechita salpicando mi mano, el escritorio, el suelo. Mis piernas temblaban, y mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
Lucía dio una última calada, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie, sin dejar de mirarme. Luego, sin decir nada, se dio la vuelta y entró a la casa, dejándome ahí, jadeando, con la culpa y el deseo peleándose en mi cabeza. Sabía que esto no podía seguir así, pero también sabía que no tenía la fuerza para parar. Lucía estaba jugando conmigo, y yo, como un idiota, estaba cayendo de cabeza.
“¿Todo bien?”, pregunté, más para romper el momento que por interés genuino. Clara levantó la mirada y me sonrió, pero Lucía no se movió, solo apretó más fuerte a Clara, como si yo no existiera. “Se queda unos días más, Juan. No está en condiciones de estar sola”, dijo Clara, y aunque su voz era suave, había algo en su tono que no admitía discusión. Asentí, tragándome la mezcla de fastidio y excitación que me subía por la garganta. No podía lidiar con eso ahora, así que murmuré algo sobre trabajo pendiente y me encerré en el escritorio, buscando un escape.
Encendí la computadora, con el corazón todavía acelerado. No quería pensar en Lucía, ni en Clara, ni en el desastre que se estaba armando en mi cabeza. Abrí una pestaña de incógnito y entré a a ver porno, buscando algo que me sacara de ese torbellino. Encontre un video que me encantó: dos mujeres, una rubia y una morocha, en una cama deshecha. La rubia estaba de rodillas, con la cara hundida entre los muslos de la morena, lamiendo con una intensidad que hacía que la otra se moviera electricamente, gimiendo como si le estuvieran arrancando el alma. La cámara se acercó, mostrando cada detalle: la lengua de la rubia deslizándose por los pliegues húmedos, los dedos clavándose en las caderas de la morena, el brillo del sudor en sus cuerpos. La morocha agarró el pelo de la rubia, tirando con fuerza, y le susurró algo que no alcancé a escuchar, pero que hizo que la rubia acelerara, chupando con más hambre. Mi mano ya estaba en mi pija, apretándola por encima del pantalón, mientras mi cabeza reemplazaba a las actrices con Clara y Lucía. Imaginé a Lucía de rodillas, con la boca en el coño de Clara, los ojos verdes mirándome mientras lamía, provocándome, como si supiera que estaba al borde.
Estaba tan metido en el video que casi no noté el movimiento en el patio. Giré la cabeza y ahí estaba Lucía, sola, apoyada contra la pared, fumando un cigarrillo. La luz del atardecer le pegaba de lleno, marcándole las curvas bajo esa remera fina que no dejaba mucho a la imaginación. Mis ojos se clavaron en ella, y mi mano, como si tuviera vida propia, se metió dentro del pantalón. Me empecé a masturbar, lento al principio, siguiendo el ritmo del video, pero con la mirada fija en Lucía. La rubia en la pantalla ahora estaba encima de la otra, restregándose contra ella, sus tetas rozándose mientras gemían al unísono. Pero yo solo veía a Lucía, su silueta en el patio, el humo saliendo de su boca como si estuviera invitándome a algo prohibido.
Me acerqué a la ventana, sin dejar de tocarme, la pija dura recontra re mil dura. Quería que me viera, quería que supiera lo que me estaba haciendo. Como si me hubiera leído la mente, Lucía giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los míos. No se inmutó, no apartó la mirada. Dio una calada profunda al cigarrillo y dejó que el humo se escapara lentamente, mientras una sonrisa apenas perceptible se le dibujaba en la cara. Eso fue suficiente para empujarme al borde. La rubia en el video estaba gimiendo más fuerte, la morena le clavaba las uñas en el culo, y yo me imaginaba a Clara entrando al cuarto, descubriendome con la pija en la mano, viendo porno y mirando a Lucía. El miedo a que eso pasara, mezclado con la mirada de Lucía y el calor del momento, me hizo estallar. Acabé con como un adolescente ahogado, la lechita salpicando mi mano, el escritorio, el suelo. Mis piernas temblaban, y mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
Lucía dio una última calada, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie, sin dejar de mirarme. Luego, sin decir nada, se dio la vuelta y entró a la casa, dejándome ahí, jadeando, con la culpa y el deseo peleándose en mi cabeza. Sabía que esto no podía seguir así, pero también sabía que no tenía la fuerza para parar. Lucía estaba jugando conmigo, y yo, como un idiota, estaba cayendo de cabeza.
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