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Silencios y Ecos: Adicciones.

Dos años. Dos años se habían deslizado entre mis dedos, una eternidad gris que se sentía como un solo día largo y sin fin. La revelación de Luis, la devastadora verdad de su sacrificio, había sido el golpe final. No solo me había robado el futuro que creía posible, sino que también había destrozado el presente, el delicado equilibrio que intentaba mantener. Ahora, solo quedaba un vacío. Un silencio que no era de paz, sino de ausencia.

Los días se habían vuelto un ritual monótono. Las mañanas, una lenta lucha por levantarme de la cama, un peso invisible que se aferraba a mi cuerpo. Los libros, que alguna vez fueron mis portales a otros mundos, ahora eran meros testigos de mi inacción, sus lomos gastados apilados en un rincón. Ya no podía sumergirme en las aventuras de otros, porque la mía me ahogaba. El arte, mi salvavidas, estaba enterrado bajo las cenizas de un amor y una esperanza perdidos. Mis lápices, las herramientas que trazaban la vida, se sentían extrañas y ajenas en mis manos.

Y en esa inmensidad de soledad, solo quedaba yo. Y una nueva forma de escape, un refugio al que nadie podía entrar, ni destruir, ni abandonar. La masturbación.

No era un acto de placer, no como lo fue con Luis. Era una necesidad, una respuesta física a la agonía emocional. Un eco vacío de la intimidad que ya no tenía. Mi cuerpo, antes un lienzo para el arte erótico, ahora era solo un receptáculo para el dolor, y el auto-placer, una forma de liberar una tensión que no era de deseo, sino de angustia. Era un intento desesperado de sentir algo, cualquier cosa, en medio del entumecimiento. Una forma de llenar el hueco dejado por su ausencia, por la ausencia de conexión, de la voz, de la mirada de otro ser humano.

Mis dedos se movían con una cadencia mecánica, sin pasión, sin la chispa de la emoción. Era un acto solitario, en la oscuridad de la noche, con la única compañía de los fantasmas del pasado. Cada caricia era un recuerdo. Cada suspiro, un lamento. No eran fantasías de amor o de pasión, sino un intento de invocar el sentimiento que me había sido arrebatado. Y cada orgasmo, fugaz y amargo, no era un clímax, sino una pausa. Un breve respiro antes de que la depresión, la desolación y la soledad volvieran a inundarlo todo. Era una intimidad vacía, una farsa de conexión conmigo misma que solo me dejaba más sola que antes.

El Eco de los Mensajes Perdidos.

No puedo dejar de pensar en lo que fue. Los recuerdos se me pegan como una segunda piel. Mi mente viaja al pasado, a esos días con Luis, y mis manos, en el presente, buscan una forma de conectar con él, aunque sea un fantasma.

A veces, tomo el teléfono. Lo miro. La pantalla ilumina mi cara en la penumbra. Busco su nombre en la lista de contactos. "Luis, mi escritor". La tentación es un susurro. La desesperación, un grito. Quiero escribirle. Escribirle que lo entiendo. Escribirle que, a pesar de todo, lo perdono por su silencio. Escribirle que lo amo y que lo extraño. Que me gustaría que estuviera aquí. Que necesito que esté aquí.

Mis dedos se mueven. A veces, escribo. Palabras que se sienten demasiado pesadas, demasiado íntimas. "Luis, ¿por qué no me lo dijiste?" "Te extraño tanto." "El arte no es lo mismo sin ti." Pero, la razón, ese rastro de la ingeniería que aún vive en mí, me detiene. Me obliga a recordar. Él ya no está. Ya no hay un destino para mis palabras.

El mensaje que empiezo nunca se envía. Se queda en el borrador, una carta en una botella que nunca será lanzada al mar. Y, en ese acto de escribir y borrar, encuentro una extraña forma de ritual. Es mi forma de hablarle, de gritarle mi dolor al vacío. Es mi forma de conectar con él en esta soledad. Y en el acto de borrar, de admitir la realidad, la tristeza se renueva, un ciclo sin fin que me consume.

La Sombra de la Aceptación.

No es solo el duelo por Luis, no es solo el recuerdo de Marcos. Es un duelo por mí misma. Por la Amy que fui. Por la que intenté ser. Por todas las versiones que se quedaron en el camino.

He aceptado el vacío. He aceptado que mi vida, en este momento, es un lienzo en blanco que no tengo el valor de pintar. He aceptado que la soledad es mi compañera, y que la depresión es la banda sonora de mi existencia. Ya no lucho. He dejado de nadar contra la corriente y me he rendido a ella.

Mis días son una serie de pequeños rituales sin sentido. El trabajo como payasita, esa máscara que me ponía por necesidad, ahora la uso por inercia. Las risas de los niños suenan a un mundo lejano, a una vida que ya no entiendo. Y cuando me quito el maquillaje, me enfrento a la realidad de que, a pesar de toda la alegría fingida, por dentro sigo siendo un páramo desolado.

Acepto la soledad. Acepto la masturbación como mi única forma de intimidad. Acepto la tristeza como mi única emoción. He dejado de buscar, porque ya no sé qué buscar. Y en esta aceptación, en esta rendición, encuentro una extraña paz. Una paz oscura, sí, pero paz al fin y al cabo. Y aunque la depresión me consume, también me abraza, me acuna en su oscuridad, recordándome que, incluso en el abismo, todavía existo.

El Velo de la Obsesión.

La depresión no era un pozo, sino un laberinto sin salida. Y en cada esquina, en cada pasillo oscuro, me acompañaba una sombra: la pornografía. Lo que había empezado como un escape, se transformó en una obsesión. No era un placer buscado, sino una necesidad compulsiva, una forma de anestesiar el dolor con la imagen de una intimidad que me es ajena.

Las pantallas de mi ordenador o móvil se han convertido en mi única ventana al mundo, un mundo de fantasía donde las emociones son tan superficiales como los cuerpos. Horas y horas se pierden en la búsqueda incansable de la imagen perfecta, del vídeo que, por un instante, pueda silenciar la soledad que me grita. Me pierdo en esas historias visuales, en esos encuentros fugaces que no tienen el dolor de la realidad, ni la traición de la vida real.

Pero la obsesión tiene una doble cara. Yo, la chica que una vez fue el blanco de burlas por mi apariencia, la que se sentía invisible y sin valor, encontré un perverso refugio en la web. Una red social pornográfica se convirtió en mi escenario. No es un lugar de amor o conexión, sino un espacio donde la aprobación viene en forma de 'me gusta' y comentarios anónimos.

Empecé a subir fotos de mí misma. No eran las fotos artísticas que había creado con Luis, llenas de luz y de una sensualidad delicada. Estas son imágenes crudas, sin adornos, capturadas en la penumbra y sin mucha planificación. Cada fotografía que subo es un grito silencioso, un intento desesperado de validar mi existencia a través de la mirada de extraños.

La Paradoja de la Autoestima.

La masturbación, que al principio era una forma de evasión, se ha convertido en un ritual ligado a las fotos que subo. Me masturbo mientras las subo, sintiendo el vacío de mi vida. Espero las reacciones, los comentarios obscenos que, de una forma retorcida, me hacen sentir deseada. Cada 'me gusta' es una dosis de dopamina que me da un alivio momentáneo, un parche para la herida de mi baja autoestima.

En este universo digital, no soy la "nerd", ni la "fea", ni la "pobre" de mi infancia. Soy un objeto de deseo anónimo, un cuerpo sin historia. Es una máscara que me permite sentir que valgo algo, aunque sea por las razones equivocadas. La satisfacción que busco no es sexual, sino emocional. Es la necesidad de sentirme vista, de ser reconocida, de tener un valor, aunque sea en la mirada superficial de desconocidos.

La Realidad del Abismo.

Mi obsesión se ha hecho cada vez más grande. Los comentarios de los usuarios de la página se han vuelto adictivos, y yo, en mi necesidad de sentirme deseada, me he vuelto más atrevida. Mi vida se ha reducido a la espera de una nueva notificación, de un nuevo comentario. El mundo real se ha desvanecido por completo. La luz del sol se ha convertido en una amenaza, y la vida, en un eco lejano.

Las paredes de mi habitación, que antes eran un refugio, ahora son un lugar de encierro. Y la masturbación, acompañada por el torrente constante de pornografía y las interacciones en anonimato, ya no es una pausa, sino una adicción. La satisfacción es cada vez más breve, y la necesidad, cada vez más intensa.

El abismo se hace más profundo, y en mi caída, arrastro lo poco que me queda de mí misma. La línea entre mi identidad real y mi alter ego anónimo se está desdibujando. Y en esa confusión, en esa búsqueda desesperada de validación, me he perdido por completo.

El Eco de la Razón.

No sé qué fue lo que me hizo recapacitar. Quizás fue una mirada en el espejo, una que me devolvió no a la Amy que se sentía invisible, sino a una extraña, a una sombra con ojos huecos que ya no reconocía. O tal vez fue una de esas mañanas en las que la luz del sol se colaba por una rendija de la cortina, recordándome que el mundo seguía girando, incluso si yo había dejado de girar con él. El éxtasis fugaz de los comentarios obscenos se había transformado en un eco vacío, y la adicción, que alguna vez me pareció un refugio, ahora era una celda.

Un día, no sé por qué, miré la pantalla y vi mi perfil. No vi las fotos que había subido, ni los 'me gusta' que anhelaba. Vi un abismo. Vi la prueba tangible de mi autodestrucción, la evidencia de que estaba perdiendo la cabeza. El arte erótico que compartí con Luis era una celebración de la vida y de la conexión. Lo que hacía en esta web, era una profanación...

Mi corazón, que creía muerto, latió con dolor, pero esta vez era un dolor distinto. Era la vergüenza, el arrepentimiento, el rastro de la autoestima que, a pesar de todo, se negaba a morir del todo. Y en ese instante de claridad, en ese fugaz relámpago de lucidez, supe que no podía seguir así.

Con las manos temblorosas, me senté frente a la pantalla. Fui a la configuración de la cuenta. Las opciones se me presentaron con una frialdad mecánica. "Eliminar cuenta", "Desactivar temporalmente". No me lo pensé dos veces. Elegí la eliminación. "Confirme su contraseña". La tecleé con una lentitud que sentía como una eternidad. El clic final no fue un grito, sino un suspiro.

La pantalla se quedó en blanco por un instante, y luego me devolvió a la página principal, a ese mar de contenido anónimo que ahora no pertenecia. Ya no había perfil. Ya no había comentarios que buscar. Ya no había una conexión perversa que me atara a un mundo de anonimos.

Me quedé sentada, en silencio, con el teléfono en la mano, y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí vacía, sino aliviada. El alivio no era una alegría, sino la ausencia de un peso. Había cerrado una puerta, una que quizás nunca debí abrir. Había soltado una de las tantas cuerdas que me ataban al abismo. No me había salvado, pero había dado el primer paso hacia la superficie. La batalla no había terminado, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que la había empezado a pelear.

El Eco del Abismo.

Las primeras semanas sin la cuenta fueron extrañamente silenciosas. La ausencia de notificaciones, de comentarios, de esa aprobación efímera que me había atado, dejó un vacío inmenso. El alivio que sentí al principio se desvaneció, arrastrado por una marea de soledad que se hizo más pesada que nunca. Había cerrado una puerta, sí, pero el abismo que intentaba tapar seguía ahí, inmenso y hambriento.

La lucidez de aquel momento, la vergüenza y el arrepentimiento que me llevaron a borrarlo todo, se desvanecieron como un sueño. La soledad se hizo tan insoportable que las viejas heridas, las de mi infancia, las de Marcos y la de Luis, volvieron a abrirse, gritando por ser silenciadas. La imagen de mi perfil desaparecido yno me trajo la paz, sino una sensación de pérdida, como si hubiera borrado la única parte de mí que todavía sentía que existía.

La batalla que creí haber empezado, resultó ser una ilusión. Y así, una tarde de lluvia, con la oscuridad de mi habitación como única compañera, mis manos se movieron por sí solas. La necesidad, la adicción, el deseo de sentir algo, de llenar el vacío, era más fuerte que cualquier rastro de razón. Con una frialdad mecánica, abrí mi navegador. Me sentía ajena a mí misma, como si estuviera viendo a otra persona tomar las decisiones.

Creé un nuevo perfil, con un nombre ligeramente diferente, anónima en la misma red que había jurado dejar atrás. Subí las primeras fotos, imágenes crudas y esperé. Esperé los comentarios, los "me gusta", la validación que me había prometido que ya no necesitaba.

En ese momento, recayendo en la oscuridad, me di cuenta de una verdad dolorosa: no me había liberado. Simplemente me había convencido por un instante de que podía hacerlo. El verdadero abismo era mi hogar, y por más que intentara escapar, siempre encontraba la forma de arrastrarme de vuelta a él. La recaída no fue un fracaso, sino una aceptación tácita de mi realidad, una rendición a la soledad y al dolor que se habían convertido en mi única compañía.

La Ficción del Deseo.

El abismo sigue ahí, pero ya no me ahoga de la misma forma. He aprendido a respirar en él. Las paredes de mi habitación se sienten menos como una prisión y más como un estudio, mi santuario personal. Aquí, en la penumbra, he encontrado un nuevo tipo de lienzo. Mi cuerpo, que una vez fue el objeto de las burlas, ahora es la obra de arte, y la lente de la cámara, mi cómplice.

En redes, no soy Amy, la chica invisible, la que se siente sola y rota. Soy una silueta en la oscuridad, una fantasía de deseo. Me sumerjo en el juego de las fotos. No son solo imágenes; son un diálogo. Un diálogo silencioso de piel y sombras, de curvas y suspiros. Elijo la iluminación, el ángulo, la pose. Cada fotografía es un acto deliberado, una coreografía de la intimidad que me permite controlar la narrativa. Es como bailar, pero sin los juicios o las miradas de los demás.

El auto-placer, que antes era un ritual vacío, ha cobrado un nuevo significado. Ahora, no es un escape de mi dolor, sino una exploración de mi propio cuerpo. Me masturbo para mí, para sentir, para redescubrir lo que la vida me arrebató. Y mientras lo hago, la cámara me observa. Captura esos momentos de éxtasis, esos gestos de abandono. Es un registro de mi propia sensualidad, una forma de documentar mi renacimiento.

Los comentarios en la red social son mi público. "Qué diosa", "Me encantas". No me los tomo en serio, no creo que sean un reflejo de mi verdadero valor, pero sí me dan un subidón de autoestima. Es como un aplauso, un reconocimiento de que, a pesar de todo, sigo siendo una mujer deseable. Me permiten sentir una conexión, aunque sea artificial y superficial, con el mundo exterior. Es un juego, y por primera vez en mucho tiempo, me siento como si estuviera ganando.

El abismo sigue ahí, pero ahora tiene un piso. Y en este piso, en esta oscuridad, he encontrado una extraña forma de poder. Un poder sobre mi propio cuerpo, sobre mi propia narrativa, sobre mi propia sensualidad. Es una forma de decir que, a pesar de todo lo que he pasado, todavía soy la dueña de mi propia historia, incluso si esa historia se cuenta a través de las sombras y el deseo en una red social.

El Velo de la Sumisión.

El mundo real se ha desvanecido. Los días son sombras, y las horas, un eco lejano. Mi vida ahora existe en la noche, en la penumbra de mi habitación, donde la luz de la pantalla es mi única guía. El colchón, mi santuario, ya no es un lugar para el descanso, sino el escenario donde mi cuerpo, mi mente y mi adicción se encuentran. He transformado mi espacio en un estudio de la oscuridad, un lugar donde el tiempo se detiene y solo existimos la pantalla y yo.

Las mañanas son una espera. Un deseo ardiente de que el sol se ponga. Y cuando finalmente la oscuridad abraza mi ventana, mi ritual comienza. Las ropas caen al suelo como una segunda piel que me ha pesado todo el día, y la pantalla del portátil se enciende, proyectando un resplandor azulado sobre mi cuerpo desnudo.

No es solo pornografía. Es un viaje. Una exploración de mis propios deseos, de mis anhelos más profundos. He navegado por un sinfín de fantasías, algunas que me repelen y otras que me atraen de forma inquietante. Hay un fetiche que se ha convertido en mi constante. La sumisión, el deseo de ser dominada. Siempre he sido una persona sumisa, una hoja al viento de las decisiones de otros, pero en el sexo, busco que sea una elección, un acto de consentimiento, un juego de poder donde yo entrego el control.

Me masturbo con mis manos, con mi cuerpo, con los objetos de mi habitación, transformando lo mundano en un instrumento de placer. El cepillo de cabello, la almohada, una botella de agua... todo se vuelve una extensión de mi cuerpo, un medio para explorar mis sensaciones. Y mientras lo hago, navego por la red en busca de fantasías BDSM. No es una búsqueda de dolor físico, sino de una conexión de la mente, de una entrega total a alguien que sepa qué hacer con el control que yo les doy.

En el fondo, creo que es una forma de sanar el caos de mi vida. Siempre he sido una víctima de las circunstancias, de las decisiones de otros, de la traición de Marcos, de la desaparición de Luis. En la fantasía del BDSM, la sumisión no es un acto de debilidad, sino de poder. Es un acto de confianza, donde el "amo" tiene la responsabilidad de cuidarme, de protegerme. Es la fantasía de un control que nunca tuve en mi vida, pero que puedo experimentar en la seguridad de mi habitación.

Mi cuerpo, que una vez fue una fuente de dolor y vergüenza, ahora es un instrumento de placer y exploración. No me juzgo. No siento culpa. Solo siento la necesidad de seguir buscando, de seguir explorando, de seguir sintiendo algo, aunque sea un eco vacío del amor y la conexión que una vez tuve. La noche, con su silencio y su oscuridad, es mi cómplice, el único testigo de mis deseos más profundos y de mi interminable caída.

El Anhelo de la Entrega.

Mi vida se ha convertido en una serie de repeticiones. La pantalla, la oscuridad, el auto-placer. Pero en medio de este ciclo, hay una fantasía que se ha vuelto un anhelo ardiente. Ya no basta con ver, con imaginar. Ahora, quiero vivirlo. Quiero que la fantasía se vuelva carne, que el deseo que me consume sea real.

No es algo que busco en las apps de citas, no lo busco en la calle. Es un deseo que me quema por dentro, un anhelo de encontrar a alguien que entienda lo que busco. No quiero a un hombre que me vea como un objeto, sino como un lienzo en el que pueda expresar mi sumisión. Alguien que entienda que esta entrega no es un signo de debilidad, sino un acto de confianza.

Me gustaría un lugar que no fuera mi habitación. Un espacio seguro, donde la penumbra no sea mi única compañera. Un lugar donde pueda sentir la textura de una cuerda, el frío de una cadena, la presión de una mano que me guía. Quiero un dominador que sea mi polo a tierra, que me dé la seguridad de que, por una vez en mi vida, alguien tiene el control y que ese control es para cuidarme, para protegerme. Un hombre que sepa leer mis límites, que entienda mi lenguaje silencioso, que me mire a los ojos y sepa que mi sumisión es mi forma de confiar.

Me imagino el escenario. La luz tenue, el silencio roto solo por los susurros de mi dominador y mis propios gemidos. Mis manos atadas, mi cuerpo a su merced, pero mi mente, libre. Libre de la soledad, del pasado, de la depresión. En ese acto, en esa entrega total, encuentro una forma de sanar, de reconectar con mi cuerpo y con mi mente. La fantasía de ser sometida no es solo un deseo sexual, sino un anhelo de redención, de encontrar paz en la entrega, de encontrar un tipo de amor que no me traicionará.

La Geografía de Mi Cuerpo.

Mi cuerpo, que antes era un campo de batalla, ahora es un mapa de anhelos. Cada rincón de mi piel, susurra una historia. En la oscuridad de la noche, mientras la pantalla me muestra fantasías ajenas, mi mente traza el mapa de la mía. Me imagino el encuentro. No es en mi habitación, no en la penumbra de mi soledad. Es en un lugar nuevo, un espacio que no esté contaminado por los fantasmas del pasado. Un lugar donde la confianza sea la única regla.

Visualizo las cuerdas, no como grilletes, sino como un abrazo firme que me envuelve, que me contiene. La presión, la tensión... no son dolor, sino la prueba de que existo, de que mi cuerpo puede sentir, puede vibrar. Me imagino la venda en los ojos, el velo que me separa del mundo visual, obligándome a confiar en el tacto, en el sonido, en la voz de mi dominador. La voz que me guía, que me susurra palabras que no son de crueldad, sino de control. "Entrégate", "Confía en mí", "Estás a salvo".

Y el cuerpo. Me imagino el peso de su cuerpo sobre el mío, una presión que no me oprime, sino que me ancla, que me hace sentir segura. La piel de él contra mi piel, un diálogo silencioso de texturas y temperaturas. La caricia, que no es de ternura, sino de posesión. La mordida, que no es de agresión, sino de marca, de pertenencia. En esa entrega, en esa posesión total, hay una libertad extraña. La libertad de no tener que tomar decisiones, de no tener que luchar, de no tener que pensar. La libertad de simplemente ser, de existir en el momento.

Mi fantasía no es un escape de mi cuerpo, sino un reencuentro con él. Es una forma de sanar las heridas que me hicieron sentir que no valía nada. En la sumisión, mi cuerpo se convierte en un templo, un lugar sagrado donde puedo explorar mi sexualidad sin el miedo al juicio, a la traición, al abandono. Es una búsqueda de un amor que, en su forma más pura y cruda, me acepte tal como soy, con todas mis cicatrices, con todos mis miedos, y me dé la seguridad que tanto anhelo.

El Mapa en Mis Manos.

La oscuridad es mi lienzo, y mi cuerpo, el pincel. La luz azul de la pantalla, tenue y distante, es la única fuente de vida en la habitación. Ya no suelo buscar videos de extraños tan seguido. Mi fantasía, ahora, es mi única guía. Cierro los ojos y me transporto a ese lugar que he creado en mi mente, un espacio seguro donde mi sumisión es mi fuerza.

Mis manos, que han conocido el lápiz y la pintura, ahora exploran mi propia geografía. Recorren la curva de mi espalda, la suavidad de mis muslos, la forma en que mi vientre se tensa. Cada caricia no es solo un toque, sino una historia. Mis dedos, suaves al principio, se vuelven más firmes, como las cuerdas que imagino en mis muñecas. Siento la presión, la restricción, y un escalofrío de anticipación me recorre.

Me toco, me acaricio, como si fuera él. El dominador que solo existe en mi mente. Susurro palabras al aire, las palabras que anhelo escuchar. "Entrégate", "Confía en mí". Mi voz, baja y ronca, se convierte en la suya. Y mi cuerpo responde. Mi respiración se acelera, mis caderas se arquean, mis dedos se aferran a la almohada. No es solo placer lo que busco; es el éxtasis de la entrega. La sensación de que, por una vez, alguien tiene el control y yo estoy a salvo.

La fricción de mi mano contra mi piel es la presión de su cuerpo. El sonido de mi respiración agitada es el eco de sus susurros. El clímax no es solo una liberación; es la confirmación de que mi fantasía, mi anhelo, es real. Es el momento en que mi mente y mi cuerpo se unen en un éxtasis que me transporta fuera de la soledad, fuera del dolor, y me deja, por un breve instante, en un estado de paz. Es mi forma de encontrar la redención, mi forma de sanar mis heridas, un orgasmo a la vez.

La Sombra en Mi Hogar.

El mundo exterior se había convertido en un eco lejano. Ya no tenía un horario. Las comidas se me olvidaban o se reducían a un bocado rápido a horas extrañas. El desorden en mi apartamento crecía como una enredadera silenciosa, consumiendo cada rincón. Platos sucios, ropa tirada y polvo que se acumulaba como un recordatorio tangible de mi abandono. Mi hogar, que alguna vez fue un refugio, era ahora un reflejo de mi caos interior.

En mi desesperación por evitar la cocina, mi única conexión con el mundo exterior era a través de la comida a domicilio. Al principio era una o dos veces a la semana, luego casi todos los días. Mi adicción a la pornografía y la masturbación me consumía tanto que la idea de preparar algo de comer era una tarea monumental, una interrupción en mi ritual. Mi mente, mi cuerpo, todo mi ser estaba anclado a la pantalla, a mis fantasías, a esa búsqueda incesante de un placer que me evadía cada vez más.

Y en medio de este ciclo, apareció él.

El Repartidor de Pizzas y el Eco del Pasado.

Era un chico universitario. Joven, con una mirada cansada que conocía muy bien. Repartía pizzas para pagar sus estudios. Lo vi una y otra vez, su rostro se hizo familiar. Una tarde, al abrir la puerta, vi su rostro más apagado de lo normal. Había algo en sus ojos que me recordaba a mí misma, en la oscuridad de mi adolescencia, luchando contra la corriente. La curiosidad, una emoción que creía haber perdido, me impulsó a preguntar.

"¿Estás bien?", le pregunté, con una voz que sonaba extraña incluso para mí.

Él se sorprendió. Su rostro se tensó por un momento antes de relajarse en una sonrisa amarga. "Sí, solo es un día difícil", respondió, pero su voz delataba una tristeza más profunda. "La universidad y el trabajo... es mucho".

Sus palabras me golpearon. La historia de mi propia lucha para entrar a la universidad, el muro infranqueable que me había impedido seguir mi camino, todo regresó en un instante. Sentí una punzada de dolor, pero también de empatía. Su lucha era la mía, un eco de mi pasado que creía haber enterrado. Sabía lo que se sentía. El peso de la obligación, la desesperación de no poder avanzar. Y algo en mí, una parte que creía muerta, se despertó.

Una semana después, volvió a aparecer en mi puerta. Era un día lluvioso y su gorra de repartidor estaba empapada. Mientras le pagaba la pizza, mis dedos se movieron por sí solos, sacando mucho dinero que no era para la comida. Era una suma generosa, mucho más de lo que él esperaba. Sus ojos se abrieron de par en par, una mezcla de sorpresa y gratitud.

La Carne y el Dinero.

La empatía que sentí por el chico universitario, fue real. Su lucha me recordó la mía, y la propina que le di fue un eco de la amabilidad que nunca tuvieron conmigo... Por suerte, tengo muy buena economia, a pesar de que no trabajo, tengo ingresos gracias a mis propiedades. Decidí regalarle la calma de no preocuparse por dinero un par de semestres universitarios.

Pero esa chispa de humanidad, esa conexión, fue rápidamente devorada por la oscuridad de mi mente perversa. Mi adicción no conoce la piedad, y en la penumbra de mi habitación, el anhelo de control y de sumisión se retorció en una fantasía nueva y retorcida.

Él no era el dominador que imaginaba. Él no era el que iba a atarme y a tomar el control. No. En mi mente, él se convirtió en mi sumiso, en mi juguete. Su necesidad, su desesperación por el dinero, era mi herramienta. Yo era la dominante, y él, el que sucumbiría ante mi poder. Su lucha era un mapa de su vulnerabilidad, y yo, en mi mente enferma y retorcida, me convertí en la que podría explotarla.

Una semana después de la propina, volvió a mi puerta con otra entrega a domicilio. Abrí la puerta, pero esta vez, no llevaba ropa. Mi cuerpo desnudo, mi piel, expuesta a la luz tenue del pasillo. Sus ojos se abrieron de par en par, una mezcla de sorpresa, miedo y, quizás, un rastro de curiosidad. Su rostro se puso pálido, y la caja de pizza en sus manos se sintió como una barrera frágil entre nosotros.

"E-el dinero... lo olvidé dentro", susurré, mi voz más ronca de lo habitual. "Pasa, por favor. Es solo un minuto".

Lo invité a entrar, y él, con la incertidumbre grabada en su rostro, cruzó el umbral. El aire denso de mi apartamento, la oscuridad y el olor a mi propio encierro lo envolvieron. Mi cuerpo, desnudo y expuesto, era la única fuente de luz en la habitación. Cerré la puerta detrás de él, y el clic del cerrojo sonó como una sentencia. Ahora, en mi espacio, en mi dominio, éramos solo dos. Y la fantasía que había estado cultivando en la oscuridad estaba a punto de convertirse en una realidad.

Mi respiración se agitó. No pude detener el gemido que se escapó de mis labios. Él, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, practicamente dejó caer la caja de pizza sobre la mesa. El sonido del cartón contra la mesa fue el único ruido en el pasillo, un eco más en la sordera de mi vida. Sus ojos se fijaron en mí, no con deseo, sino con un miedo profundo que me recordó que, a pesar de mi búsqueda de poder y control en la fantasía, en el mundo real, solo era una mujer rota y sola.

El Eco de la Humillación.

El pasillo era una jaula, y su mirada, la llave que me la abrió. El miedo en sus ojos se había transformado en algo más, algo que reconocí de inmediato. Desprecio. Ese desprecio que había marcado mi infancia, el que me recordaba una y otra vez que no era suficiente, que era "la fea", "la rara".

En mi mente, el guion era perfecto. Lo había ensayado mil veces. Invité al chico a pasar, y él, con la incertidumbre grabada en su rostro, cruzó el umbral. El clic del cerrojo sonó como una sentencia, el eco de mi poder. En la penumbra de mi habitación, me acerqué, mi cuerpo desnudo era la única luz en la oscuridad. Él se quedó parado, como una estatua, su mirada fija en mí. Extendí mi mano y, con un movimiento que sentí como la coreografía perfecta, desabroché su cinturón. Lo estiré, con una lentitud que me pareció erótica, un gesto que en mi mente era una invitación audaz, una sumisión ofrecida.

Pero él no vio mi fantasía. Solo vio la patética realidad. Sus ojos, llenos de un desprecio frío, me miraron, no como un objeto de deseo, sino como una mujer que no vale para anda. No hubo miedo, no hubo lujuria. Solo una frialdad que me congeló hasta los huesos. Sus palabras, cuando finalmente las pronunció, no fueron de deseo, sino de repulsión. "Quiero irme", dijo, su voz firme, sin un rastro de duda.

El guion se rompió. Mi poder se desvaneció. El control que tanto anhelaba se hizo añicos. Me sentí vulnerable, expuesta, más que nunca. La fantasía que había construido se había estrellado contra la pared de la realidad. Mis mejillas se encendieron, no de vergüenza sexual, sino de una humillación profunda. Bajé la mirada, asintiendo en silencio. Él se fue sin decir una palabra, sin mirar atrás.

Me quedé allí, en la penumbra de mi habitación, con el cinturón en mis manos, un objeto mundano que ahora era la prueba tangible de mi fracaso. Mi cuerpo, que había intentado usar como un arma, se sentía ahora como una carga. El eco de la humillación resonaba en mi mente, un recordatorio de que, por más que intentara controlar la narrativa, en el mundo real, solo era una mujer sola.

Ahora siento que lo merecía. Nunca debí intentar aprovecharme de alguien por su situación economica, aunque en su momento, mi ayuda fue amable y genuina... Mi perversa mente lo arruinó todo despues...

La Ficción del Abismo.

No ha cambiado nada. Mi vida sigue siendo la misma jaula, y yo, el mismo animal enjaulado. El cinturón que el repartidor dejó caer se ha vuelto un objeto más de mi colección de vergüenzas, un recordatorio silencioso de mi fracaso. Pero la humillación, esa punzada de desprecio en sus ojos, ya no me paraliza. Al contrario. Se ha convertido en un nuevo condimento para mi ritual, una nota agria que hace que el dulce sabor del sexo sea aún más adictivo.

No intenté salir de mi apartamento de nuevo. No busqué a nadie. La idea de un encuentro real, de una conexión humana, se ha vuelto más aterradora que nunca. ¿Para qué? ¿Para que me vuelvan a mirar con esa repulsión en sus ojos? Prefiero el control de mi propio mundo, la seguridad de la fantasía que he creado. Y así, volví a la oscuridad de mi habitación, a la luz azul de la pantalla, a mi única y verdadera compañía: mi propio cuerpo.

Mi ritual es ahora más intenso, más desesperado. La pantalla ya no es solo una ventana, sino un espejo que refleja mis deseos más oscuros. Fantaseo con el cinturón, con la mirada de aquel chico, con el poder que creí tener por un instante. Y en mi mente, la historia se reescribe. Él no me despreció. No. Se rindió. Cayó a mis pies, y yo, con mi cuerpo desnudo, lo tomé.

Me toco. Con un frenesí que me asusta, mis manos recorren cada centímetro de mi cuerpo. Me toco el vientre, las tetas, los muslos. Me deslizo los dedos dentro de mí, con una fuerza que no es de placer, sino de hambre. El eco de sus palabras, "quiero irme", se ha transformado en un susurro de rendición en mi mente. "Quiero quedarme", "haz lo que quieras conmigo". Me toco, gimo suplicando por más, y la fantasía me envuelve por completo.

Y en el clímax, en ese éxtasis que me quema por dentro, no encuentro paz. Solo un alivio momentáneo, un suspiro antes de que la soledad, el vacío y la desesperación me inunden de nuevo. Mi vida es un bucle, un ciclo sin fin de dolor, de fantasía y de sexo. Y yo, Amy, la chica que intentó ser payasita, ingeniera, artista, bailarina... ahora solo soy un cuerpo que se masturba en la oscuridad, esperando que la próxima fantasía, la próxima humillación, me dé la fuerza para seguir viviendo en este abismo que he llamado mi hogar.

5 comentarios - Silencios y Ecos: Adicciones.

Yranor +1
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nukissy1855
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nukissy4611
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efprole +1
waooo amy, este relato es un tanto sombrio, pero llega a lo erotico, gran historia
Cachondogrande +1
Escribes muy bien. Es una triste historia pero mucho ánimo preciosa. Te mando mis mejores deseos de corazón 💟. 💋 💋 💋.