
Era de noche cuando el yate privado se acercó a la isla.
A lo lejos, se veían las luces doradas brillando entre la selva, reflejadas en la piscina central. Una mujer de piel bronceada y curvas marcadas esperaba en el muelle con una tablet y una sonrisa discreta.
—Bienvenido al Club Luna Dorada —dijo, escaneando su retina—. Salud aprobada. Antecedentes limpios. Membresía confirmada.
Dos asistentes se acercaron y lo ayudaron a quitarse la ropa.
Le colocaron una remera blanca con el logo del club —una luna dorada con una gota en el centro—, larga hasta el muslo. Nada debajo.
Luego, una mujer se arrodilló y con manos suaves le colocó un anillo fluorescente en la base del pene.
Sintió una leve vibración.
Y su erección comenzó a crecer lentamente.
—Esto mantendrá tu virilidad a punto durante toda la noche. El anillo responde a la química del deseo —dijo ella, guiñándole un ojo—. No te preocupes… no hay botón de “off”.
En el vestíbulo principal, todo era mármol cálido y música chill sensual. Hombres caminaban con sus remeras blancas y miembros erguidos, marcados bajo la tela. Las mujeres llevaban únicamente pulseras fluorescentes en las muñecas o tobillos. Todas, hermosas, desnudas, oliendo a perfume caro y deseo.
Alguien tocó su brazo.
—¿Nuevo? —preguntó una voz femenina, ronca y segura.
Era Ella. Morena, pelo lacio, pechos grandes, tatuajes discretos en la cadera. Tenía una pulsera dorada doble: nivel alfa.
—Me llamo Isis. Elijo a quién quiero. Y esta noche… te quiero a vos.
Lo condujo hacia la piscina central. Todo estaba iluminado por luces suaves, con vapor flotando en el aire. Otras parejas ya se tocaban, se besaban, se penetraban sin miedo, sin secretos.
Isis lo sentó en un diván húmedo. Se arrodilló.
Le levantó la remera.
El anillo fluorescente brillaba con intensidad, rodeando su erección palpitante.
—Estás perfecto —susurró—. Ahora... mi boca va a darle la bienvenida al club.
Y se lo metió entero, sin dudar. Lo mamaba con profundidad, mojándolo con su saliva, mientras sus tetas se balanceaban entre sus muslos.
Tomás —porque sí, él seguía siendo el protagonista— la tomó del pelo, y sintió cómo ella le dejaba el control. Pero solo por un momento.
Se subió sobre él, con su concha mojada, caliente.
Lo montó despacio, sintiendo cómo la llenaba por completo.
—Acá no hay timidez —dijo ella, mordiéndole el cuello—. Acá solo hay placer y obediencia.
Isis cabalgaba su pija con ritmo perfecto, mirándolo a los ojos, hablándole sucio al oído.
Cuando él estuvo por acabar, ella se bajó, lo acarició, y lo hizo terminar en sus tetas, untándose con su semen mientras se reía.
—Ahora estás marcado. Sos parte del club.

Más tarde, en la discoteca subterránea, vio orgías suaves, tríos sensuales, sexo en los sillones, en la pista, en las duchas.
Las luces doradas bañaban cada cuerpo. El deseo flotaba como perfume. Y una pantalla marcaba:
> "Los elegidos para la habitación 13, por invitación especial."
Su nombre apareció.
Y también el de tres mujeres más.
La pantalla brillante flotaba sobre la pista, como un oráculo digital.
“Habitación 13 – Invitación especial”
Los nombres parpadeaban uno a uno… y el suyo era el último.
Un asistente lo encontró enseguida.
—Seguí la línea roja en el piso. No hables. No toques. Esperá a ser elegido.
Tomás caminó descalzo, apenas cubierto por la remera blanca del club, su erección constante gracias al anillo fluorescente que latía como una joya viva entre sus piernas.
La línea roja lo llevó a una puerta sin manija. Se abrió sola.
Adentro, la oscuridad olía a incienso, sexo y vino dulce.
En el centro, un colchón circular gigante, rodeado de cortinas negras y luces cálidas.
Había tres mujeres.
Desnudas, majestuosas, sentadas como diosas, con pulseras dobles de color violeta. Nivel máximo. Nivel sacerdotisa.
—Bienvenido, Tomás —dijo una, de piel canela, cuerpo atlético, pezones perforados—. Tu energía ha sido seleccionada.

—En esta sala, no existe el no —añadió otra, pelirroja, con una cicatriz en la cadera y mirada de fuego—. Pero sí existe el castigo.

La tercera, morena, ojos felinos, se arrastró hasta él y le sacó la remera, dejándolo completamente desnudo.

—Nuestro placer es tu deber.
Sin más, se turnaron para inspeccionarlo.
Una se arrodilló y le lamió los testículos, jugando con el anillo fluorescente. Otra se sentó sobre su cara, abriéndose con los dedos y restregando su concha sin piedad.
La tercera montó su pija con fuerza mientras las otras lo sujetaban.
Era un ritual.
Las tres gemían, se tocaban entre sí, se lo turnaban, se masturbaban con su semen, lo obligaban a lamerlas, las cogía por turnos, en posturas cada vez más salvajes, más sucias.
En un momento, una trajo una pequeña caja negra.
—Hora del tributo —susurró.
Sacó un líquido espeso y oscuro, lo untó sobre su pene erecto, y se lo metió de golpe en la boca mientras una de ellas le mordía el cuello.
Su cuerpo vibraba, su mente flotaba.
No sabía cuántas veces había acabado. Ni dónde. Ni dentro de quién.
Pero cuando lo dejaron recostado, temblando, cubierto de sudor y fluidos, la morena le dijo algo al oído:
—Ahora sos parte del círculo dorado. Pero aún no conociste la zona roja.
Antes de irse, le deslizó un pequeño triángulo negro de cuero en la mano.
—Cuando estés listo… llevá esto al pasillo sur. Solo los marcados entran allí.
Tomás despertó con el cuerpo adolorido, pero pleno.
Su pene, todavía anillado, seguía erecto aunque su mente flotaba entre los ecos de la Habitación 13.
En su palma, el pequeño triángulo negro le recordaba que su experiencia recién comenzaba.
En el comedor nudista del club, una mujer con remera cubriéndo sus tetas y la concha al aire se le acercó.
—Tu energía necesita equilibrarse —dijo, sin preguntar su nombre—. Te esperan en el Spa Tántrico. Vas a entrar como hombre. Vas a salir como fuego.
El camino serpenteaba entre vegetación húmeda. Lianas, vapor, flores exóticas. El aire estaba cargado de feromonas y sonidos suaves, como jadeos lejanos.
Una cortina de cuentas se abrió.
El spa era un santuario: cuerpos desnudos tendidos en colchonetas de seda, luces bajas, música tribal. Ninguna palabra. Solo tacto. Respiración. Gemidos contenidos.
Dos mujeres jóvenes se le acercaron. Gemelas Orientales.
Piel de porcelana, cuerpos atléticos, cabellos trenzados.
Llevaban solo pequeños taparrabos transparentes y aceites en las manos.

—Yo soy Lúa, ella es Nira —susurraron —. Nosotras no cogemos… despertamos.
Lo recostaron boca arriba, despojándolo de la remera del club. El anillo fluorescente aún brillaba en su base. Su pija erecta palpitaba, lista.
No lo tocaron al principio.
Primero, lo acariciaron en círculos: cuello, pecho, piernas.
Sus manos eran como alas húmedas. Se deslizaban con aceite caliente, rozando apenas la piel.
Lo besaban sin labios. Lo excitaban sin tocarle la pija directamente.
Hasta que Nira se sentó sobre su abdomen, mojada, con su pija palpitante a milímetros de su concha.
—Respirá conmigo —ordenó.
Lo miró fijo a los ojos, mientras Lúa se arrastraba por detrás y le lamía los testículos con lentitud cruel.
Tomás cerró los ojos, temblando.
No necesitaba penetrar a nadie.
El placer nacía del control. De la rendición.
De pronto, Nira descendió, no sobre su pene … sino entre sus muslos.
Lo montó apretando sus muslos al costado del pene erecto, frotando su clítoris contra él, mientras lo miraba fijo.
—No acabes todavía. No respires tan rápido.
Cada vez que él estaba por correrse, ella se detenía, presionando un punto en su abdomen, sonriendo con crueldad.
—En el tántrico, el clímax es mental. Prolongado. Inmortal.
Finalmente, Lúa lo envolvió con su cuerpo desde atrás, acariciándole el pecho, susurrando en su oído palabras en una lengua desconocida.
Y fue entonces cuando ambas, sincronizadas, lo hicieron acabar sin tocar su pene directamente.
Solo con presión, respiración, y energía.
Tomás explotó entre espasmos, su semen saliendo en chorros violentos mientras las gemelas lo sostenían como si fuera un ritual.
—Sos uno de los pocos.
—Uno de los que ahora pueden entrar… a la Zona Roja.
Antes de dejarlo, deslizaron otro símbolo en su pecho.
Un círculo rojo tatuado con tinta tibia, justo sobre el corazón.
—Cuando estés listo, la oscuridad también será placer.
El día amanecía con neblina suave sobre la isla. Tomás caminaba desnudo hacia el bar central, su cuerpo aún tibio del spa, con el tatuaje rojo en el pecho y el anillo fluorescente aún ajustado a su base.
El Club Luna Dorada seguía vibrando con erotismo: cuerpos bronceados, fluidos compartidos, sexo en cada rincón.
Pero entonces… la sintió.
No fue que la vio. La sintió.
Una presencia nueva. Una mujer recién llegada.
Entró caminando desde el muelle privado, acompañada por dos asistentes.
Alta, pelo corto y negro, gafas oscuras, una remera blanca con el logo del club. Concha al aire.
Nada más.
Su cuerpo era perfecto. Pero no era eso lo que imponía…
Era su aire de control. De peligro. De algo que no debía estar ahí… pero estaba igual.
Tomás no podía dejar de mirarla.
Ella se detuvo frente a él.
Se quitó las gafas.
Sus ojos eran color gris tormenta.
—¿Sos Tomás? —preguntó, como si ya lo supiera.
—Sí…
—Entonces vení conmigo. Ahora.
Sin preguntar nada, lo tomó del pene, lo estiró suavemente hacia ella, y lo guió hasta una cabaña apartada del complejo.
Una que no aparecía en el mapa del club.
Adentro, el espacio era sobrio. Solo un sillón de cuero, un espejo gigante, y una mesa con objetos que parecían… prohibidos incluso para el Luna Dorada.
Ella se quitó la remera. No llevaba pulsera fluorescente.
No tenía nada de identificación.
Solo un tatuaje de luna negra en la nuca.
—Acá mando yo.
—¿Y vos sos…? —preguntó Tomás.
—Una visitante especial. Me invitaron por una sola noche. Y quiero una cosa de vos. Toda.
Se sentó con las piernas abiertas, sin tocarse.
—Ponete de rodillas. Mirá. No toques.
Tomás obedeció. Ella se abrió la concha con los dedos. Estaba mojada, palpitante.
—Si me hacés acabar dos veces con la lengua, te dejo cogerme. Si no, te vas del club.
El desafío lo excitó aún más.
La comió como si se lo fueran a prohibir para siempre.
Con la lengua adentro, con la nariz en el clítoris, con las manos sujetándola fuerte.
Ella gemía sin mirarlo, con los ojos cerrados, masturbándose los pezones.
Cuando se vino la primera vez, lo golpeó suavemente en la mejilla.
—Falta una.
Siguió. Más lento, más sucio. La besó por dentro, la chupó, la mordió.
Y cuando se vino la segunda vez, ella montó su pija sin avisar.
Su concha lo tragó entero de una, mojada, resbalosa, caliente como lava.
Lo cabalgó sin compasión, rebotando, mirándolo fijo al espejo.
No lo dejaba tocarla. Solo mirar.
—No acabes. No todavía.
—No puedo…
—Sí podés. Yo decido cuándo.
Le arrancó el anillo fluorescente con una sola mano, lo lanzó lejos, y lo montó con fuerza hasta que él gritó como nunca antes.
Acabó en ella, profundo, con temblores.
Ella se bajó, se lamió los dedos, se puso la remera con calma.
Y antes de irse, le dijo:
—Yo no juego. Yo marco.
Y ahora estás marcado por mí.
Dejó un sobre negro sobre la mesa.
Dentro, solo una tarjeta con un número:
“666. Zona Prohibida. Acceso solo por invitación.”


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