(Esta confesión me la dijo una amiga, y con el permiso de ella para publicarla se las contaré cómo si ella la narrará)
Me llamo Beatriz, tengo 29 años, mido 1.67 metros, con un cabello negro y rizado que cae en cascadas salvajes sobre mis hombros. Mi piel es morena, suave como el chocolate derretido, y mis curvas son mi arma secreta: pechos grandes y firmes que se balancean con cada paso, piernas gruesas y musculosas que invitan a ser tocadas, y un trasero... oh, mi trasero, dos nalgas redondas y perfectas, tan tentadoras que he visto a hombres girar la cabeza cuando camino, con esa ondulación hipnótica. Estoy casada con un hombre de 55 años, pero seamos honestas: lo tengo por el dinero. Ya me ha puesto la casa a mi nombre, un carro reluciente y una cuenta bancaria que me da libertad. No tenemos hijos, y en la cama... bueno, él es precoz como un adolescente nervioso. Siempre me deja con un fuego ardiente entre las piernas, frustrada y jadeante, obligándome a masturbarme en secreto porque jamás le he sido infiel. Hasta ahora.
Todo empezó cuando mi tío Alberto —yo no le digo tío, ya que él me ve como su prima, al igual yo lo veo a él, pero Alberto es primo de mi mamá, desde pequeña lo he llamado por su nombre y como no es tanto la diferencia de edades, — se mudó a mi casa. Su esposa lo había echado por perezoso; no le gustaba trabajar, y tenían dos hijos juntos. Alberto tiene 31 años, mide 1.75, con piel blanca y un cuerpo ni delgado ni gordo... Me parece atractivo físicamente, con esa mandíbula fuerte y ojos que brillan con picardía, pero lo que realmente me atrapa es su sentido del humor, esa forma de soltar chistes que me hacen reír hasta que me duele el estómago.
Esa mañana, despedí a mi marido con un beso rápido en los labios, viéndolo partir al trabajo en su auto. Alberto aún dormía en la habitación de invitados, roncando suavemente. Me puse a lavar la ropa sucia, separando las prendas con desgana. Pero cuando saqué uno de mis calzones —de esos como si fueran de señora —, noté que estaba duro en la parte que cubre mi vagina. Lo acerqué a mi nariz, y el olor me golpeó: era semen, con ese aroma almizclado. Era extraño; siempre lavó primero mi ropa interior, y esta vez la había dejado en el baño. "Alberto", pensé, ya que mi esposo para que haría eso. Lo lavé de todos modos, pero la idea se quedó conmigo sabiendo que era un mal agradecido .
La tarde llegó, y después de terminar los quehaceres —limpiar la cocina, doblar sábanas, todo ese aburrimiento doméstico que ahora me parecía cargado de tensión sexual, imaginando sus ojos en mí—, decidí echarme una siesta. Le dije a Alberto, que estaba tirado en el sofá viendo la TV:
"Oye, si alguien me busca, di que no estoy, ¿vale? Voy a dormir un rato".
Él levantó la vista, sonriendo con esa mirada juguetona. "Claro, Beatriz. Descansa, prima".
Ese día llevaba un short de licra supercortito que se subía por mis nalgas, dejando poco a la imaginación, y solo un sostén por el calor sofocante. Andaba descalza, sintiendo el piso fresco bajo mis pies. Me fui a la cama, me tumbé boca abajo y me dormí profundamente.
La alarma de mi celular me despertó una hora después. Parpadeé, aún atontada, y sentí algo húmedo en las plantas de mis pies. Me toqué, y mis dedos estaban pegajosos: semen espeso, caliente, con un olor mucho más fuerte que el de mi marido, como si fuera puro deseo concentrado. Mi corazón latió con fuerza. Me limpié rápido, imaginando como se la jalaba por mi, "No" dije en mi mente ya que es familia, y vi tres llamadas perdidas de mi esposo. Le devolví la llamada.
"Cariño, no voy a llegar hoy ni mañana", me dijo.
"El trabajo me tiene muy ocupado y lejos de la ciudad".
"Está bien", respondí, con la voz temblorosa, presintiendo de que algo pasaría esa noche.
La noche cayó como una manta pesada, y preparé la cena: arroz humeante, pollo jugoso, todo con ese aroma que llenaba la casa y hacía que el hambre se mezclara con otros antojos. Nos sentamos a la mesa, y como siempre, charlamos con esa confianza familiar. Esa noche sus ojos no paraban de bajar a mis tetas, que se marcaban bajo el sostén.
"¿Y no te has reconciliado con tu esposa?", le pregunté, cruzando las piernas.
Él suspiró, con una sonrisa torcida. "No, Beatriz. Dijo que no quiere ni verme".
"¿Por qué pelearon?", insistí, inclinándome un poco para que viera más mis piernas jajaja me encanta la mirada tonta que hacen los hombres.
"Es algo íntimo... me da vergüenza".
"Cuéntame con confianza, Alberto. No se lo diré a nadie. Recuerda que vives aquí ahora, estás seguro". Él se sonrojó, pero sus ojos brillaban.
"Es que mi esposa tiene un apetito sexual bajísimo. Yo le ruego para que tengamos sexo, y ella siempre me sale con excusas".
"Ah, quieres decir que pasabas con ganas de coger y ella no quería", dije, sintiendo un calor subir por mi cuello.
"Sí, exacto. Pero tu marido dijo que me daría trabajo". Cambió de tema, pero no dejó de mirarme.
"Sí, tal vez te consiga algo donde él trabaja. Bueno, te dejo, voy a bañarme y a dormir".
"¿Y tu esposo no viene hoy?".
"No, ni hoy ni mañana... Buenas noches".
"Buenas noches, que descanses", respondió, con esa mirada lujuriosa que hacia que mi pulso se aceleraba. Sabía que estaba mal, pero el morbo era irresistible.
Me metí al baño, desnuda como siempre, el agua caliente cayendo sobre mi piel morena. El baño es de cristal: opaco por dentro, pero transparente desde fuera, un capricho de mi marido para "vigilar" que nadie haga locuras ya que odia que yo me masturbe a escondidas, dice que lo hago sentir inservible.
Mientras me enjabonaba, recordando el semen en mis calzones y pies, el deseo me invadió. Mis manos resbalaron por mis pechos, pellizcando los pezones duros, y bajaron a mi clítoris hinchado. "Nooo, esto está mal", pensé, pero mi cuerpo ardía. De repente, oí ruidos fuera. Abrí la puerta un poco, y sentí como si alguien hubiera huido.
"¿Puedo entrar? Quiero hacer pipí", dijo Alberto.
El morbo me golpeó como una ola. Él sabía lo del baño; mi marido se lo había contado.
"Pasa rápido, que me estoy bañando", respondí, temblando.
Entró, pero no oí el chorro de orina. En cambio, imaginé su mano en su polla, masturbándose por mí. La idea me volvió loca: empecé a tocarme el clítoris con una mano, masajeando un pecho con la otra, el agua corriendo por mi cuerpo caliente, mis gemidos ahogados en silencio. Oí su respiración pesada, el sonido rítmico de su mano.
"¿Ya terminaste de orinar?", pregunté cuatro veces, fingiendo inocencia, pero seguí tocándome, imaginando que se había ido.
Entonces, un gemido ahogado escapó de él, y supe que se había corrido.
Salí del baño con solo un hilo que apenas cubría mi vagina hinchada, el hilo tragado por mis nalgas enormes. Me disponía a dormir cuando vi una tarántula en mi cama.
Grité: "¡Alberto! ¡Alberto! ¡Ven rápido, una araña en mi cama!", como entro ¿No lo sé?.
Él entró corriendo, sin camisa, en ropa interior que marcaba un paquete impresionante, grueso y prometedor.
"¿Qué pasa?". Se quedó helado al verme casi desnuda, mis curvas expuestas.
"Ahí está", señalé.
Agarró un zapato y la mató, salpicando por toda la cama.
"¿Qué hiciste? ¿Ahora dónde duermo?", dije, con el corazón latiendo.
"Perdóname, pero... Tenía que matala, si no nos hubiera mordido. Usa mi habitación, yo duermo en el suelo".
"Ni lo pienses, ¿y si hay más arañas? Mejor durmamos juntos".
Él tragó saliva, su paquete creciendo visiblemente.
"Yo duermo pegada a la pared, tú en la orilla", dije, acomodándome de lado, dejando mis nalgas expuestas como una invitación.
No pude dormir; el deseo me mantenía despierta hora y media. Entonces, sentí su miembro desnudo presionarse contra la raja de mis nalgas, su pecho cálido contra mi espalda, su brazo rodeándome. Se quedó quieto unos minutos, probando si despertaba. Moví mi culo sutilmente, levantándolo, y él se apartó un segundo. "Habrá pensado que desperte", pensé. Pero volvió, y sentí como apartaba el hilo, untando vaselina en mi ano —el aroma dulce y la consistencia resbaladiza lo delataban de que era vaselina ya que ya había hecho sexo anal con mi esposo—. Metió un dedo, luego dos, dilatándome lentamente. Gemí, y para disimular, murmuré el nombre de mi marido: "Oh, Alfredo ¿Que haces?...". Él sacó la mano, pero luego sentí su polla gruesa empujando.
"¡Ay, ay, ay! Más despacio, está muy grande", grité, ya sin fingir.
Me dolió a pesar de que mi estrada estaba dilatada.
Se asustó:
"Perdóname, el impulso me venció...".
Lo interrumpí:
"Calma, no pasa nada. Prende la luz".
La encendió, y vi su verga: 20 centímetros de grosor extremo, palpitante, nada como los 14 flácidos y delgados de mi marido.
"Alberto, qué grande tienes esa cosa... y así querías metérmela".
"Perdóname, por favor no me eches".
"Claro que no. Tu esposa no te daba nada porque quizás mucho la lastimabas, es lógico que de porque te echara. Hablo en serio... trae más vaselina y ven".
Hipnotizada, unté vaselina en su polla, sintiéndola latir en mi mano. Lo acosté, me subí encima como en sentadillas, colocando la cabeza en mi entrada. La moví, gimiendo, mientras él me masturbaba el clítoris. Estaba empapada.
"Métela ya, Beatriz, es una tortura solo con la cabeza", suplicó.
Intenté, pero dolía. De repente, me jaló y empujó todo adentro en un acto de impaciencia.
"¡Ayyyy, me duele! Sácalo, me estás lastimando", lloré, con el ano partido y abierto.
"Ah, qué rico, Beatriz. Tu ano me aprieta tanto", gimió.
Lloré sobre él, sintiendo su polla palpitar dentro, llenándome.
"No te muevas, duele", grité.
"¿Te hago una pregunta?".
"Dime", sollocé.
"¿Tu marido ya te había follado el culo o eras virgen?".
"Sí, lo había hecho, pero la tuya es enorme y duele".
Empezó a moverse lento:
"¿Te gusta?".
No respondí, pero mi vulva chorreaba. Me hizo a un lado, untó más vaselina en su verga.
"Ya no quiero seguir", dije enojada.
Me volteó a la fuerza:
"Ya para, duele", lloré, pero no pude detenerlo.
Me la metió de golpe, y esta vez... no dolía tanto.
Estuvo media hora bombeando, hasta que su semen caliente inundó mi recto, quemando la entrada por alguna rotura. Se levantó:
"Dormiré en el sofá. Mañana me voy".
No contesté. Fui al baño, me miré con un espejo: ano hinchado, semen saliendo. Grabé un video, separando mis nalgas; estaba abierto, sangre y semen goteando por mis piernas. Me bañé, pensando en cómo mi vulva se mojó más la segunda vez. Alberto me había robado la virginidad anal de verdad.
Amaneció. Me vestí con shorts blue jeans ajustados y una blusa, fui a su cuarto.
"No te vayas, yo no estoy enojada contigo".
Me abrazó:
"Perdóname es que me excitas mucho y no lo podía soportar". Dijo Alberto después de tremenda violada.
"No me importa que me hayas violado... la verdad es que yo también quería saber que se sentía tener 20 centímetros adentro, y ahora ya lo se". Lo dije con mi rostro serio por el dolor ya que no me podía ni sentarme.
(Continuará...)
Me llamo Beatriz, tengo 29 años, mido 1.67 metros, con un cabello negro y rizado que cae en cascadas salvajes sobre mis hombros. Mi piel es morena, suave como el chocolate derretido, y mis curvas son mi arma secreta: pechos grandes y firmes que se balancean con cada paso, piernas gruesas y musculosas que invitan a ser tocadas, y un trasero... oh, mi trasero, dos nalgas redondas y perfectas, tan tentadoras que he visto a hombres girar la cabeza cuando camino, con esa ondulación hipnótica. Estoy casada con un hombre de 55 años, pero seamos honestas: lo tengo por el dinero. Ya me ha puesto la casa a mi nombre, un carro reluciente y una cuenta bancaria que me da libertad. No tenemos hijos, y en la cama... bueno, él es precoz como un adolescente nervioso. Siempre me deja con un fuego ardiente entre las piernas, frustrada y jadeante, obligándome a masturbarme en secreto porque jamás le he sido infiel. Hasta ahora.
Todo empezó cuando mi tío Alberto —yo no le digo tío, ya que él me ve como su prima, al igual yo lo veo a él, pero Alberto es primo de mi mamá, desde pequeña lo he llamado por su nombre y como no es tanto la diferencia de edades, — se mudó a mi casa. Su esposa lo había echado por perezoso; no le gustaba trabajar, y tenían dos hijos juntos. Alberto tiene 31 años, mide 1.75, con piel blanca y un cuerpo ni delgado ni gordo... Me parece atractivo físicamente, con esa mandíbula fuerte y ojos que brillan con picardía, pero lo que realmente me atrapa es su sentido del humor, esa forma de soltar chistes que me hacen reír hasta que me duele el estómago.
Esa mañana, despedí a mi marido con un beso rápido en los labios, viéndolo partir al trabajo en su auto. Alberto aún dormía en la habitación de invitados, roncando suavemente. Me puse a lavar la ropa sucia, separando las prendas con desgana. Pero cuando saqué uno de mis calzones —de esos como si fueran de señora —, noté que estaba duro en la parte que cubre mi vagina. Lo acerqué a mi nariz, y el olor me golpeó: era semen, con ese aroma almizclado. Era extraño; siempre lavó primero mi ropa interior, y esta vez la había dejado en el baño. "Alberto", pensé, ya que mi esposo para que haría eso. Lo lavé de todos modos, pero la idea se quedó conmigo sabiendo que era un mal agradecido .
La tarde llegó, y después de terminar los quehaceres —limpiar la cocina, doblar sábanas, todo ese aburrimiento doméstico que ahora me parecía cargado de tensión sexual, imaginando sus ojos en mí—, decidí echarme una siesta. Le dije a Alberto, que estaba tirado en el sofá viendo la TV:
"Oye, si alguien me busca, di que no estoy, ¿vale? Voy a dormir un rato".
Él levantó la vista, sonriendo con esa mirada juguetona. "Claro, Beatriz. Descansa, prima".
Ese día llevaba un short de licra supercortito que se subía por mis nalgas, dejando poco a la imaginación, y solo un sostén por el calor sofocante. Andaba descalza, sintiendo el piso fresco bajo mis pies. Me fui a la cama, me tumbé boca abajo y me dormí profundamente.
La alarma de mi celular me despertó una hora después. Parpadeé, aún atontada, y sentí algo húmedo en las plantas de mis pies. Me toqué, y mis dedos estaban pegajosos: semen espeso, caliente, con un olor mucho más fuerte que el de mi marido, como si fuera puro deseo concentrado. Mi corazón latió con fuerza. Me limpié rápido, imaginando como se la jalaba por mi, "No" dije en mi mente ya que es familia, y vi tres llamadas perdidas de mi esposo. Le devolví la llamada.
"Cariño, no voy a llegar hoy ni mañana", me dijo.
"El trabajo me tiene muy ocupado y lejos de la ciudad".
"Está bien", respondí, con la voz temblorosa, presintiendo de que algo pasaría esa noche.
La noche cayó como una manta pesada, y preparé la cena: arroz humeante, pollo jugoso, todo con ese aroma que llenaba la casa y hacía que el hambre se mezclara con otros antojos. Nos sentamos a la mesa, y como siempre, charlamos con esa confianza familiar. Esa noche sus ojos no paraban de bajar a mis tetas, que se marcaban bajo el sostén.
"¿Y no te has reconciliado con tu esposa?", le pregunté, cruzando las piernas.
Él suspiró, con una sonrisa torcida. "No, Beatriz. Dijo que no quiere ni verme".
"¿Por qué pelearon?", insistí, inclinándome un poco para que viera más mis piernas jajaja me encanta la mirada tonta que hacen los hombres.
"Es algo íntimo... me da vergüenza".
"Cuéntame con confianza, Alberto. No se lo diré a nadie. Recuerda que vives aquí ahora, estás seguro". Él se sonrojó, pero sus ojos brillaban.
"Es que mi esposa tiene un apetito sexual bajísimo. Yo le ruego para que tengamos sexo, y ella siempre me sale con excusas".
"Ah, quieres decir que pasabas con ganas de coger y ella no quería", dije, sintiendo un calor subir por mi cuello.
"Sí, exacto. Pero tu marido dijo que me daría trabajo". Cambió de tema, pero no dejó de mirarme.
"Sí, tal vez te consiga algo donde él trabaja. Bueno, te dejo, voy a bañarme y a dormir".
"¿Y tu esposo no viene hoy?".
"No, ni hoy ni mañana... Buenas noches".
"Buenas noches, que descanses", respondió, con esa mirada lujuriosa que hacia que mi pulso se aceleraba. Sabía que estaba mal, pero el morbo era irresistible.
Me metí al baño, desnuda como siempre, el agua caliente cayendo sobre mi piel morena. El baño es de cristal: opaco por dentro, pero transparente desde fuera, un capricho de mi marido para "vigilar" que nadie haga locuras ya que odia que yo me masturbe a escondidas, dice que lo hago sentir inservible.
Mientras me enjabonaba, recordando el semen en mis calzones y pies, el deseo me invadió. Mis manos resbalaron por mis pechos, pellizcando los pezones duros, y bajaron a mi clítoris hinchado. "Nooo, esto está mal", pensé, pero mi cuerpo ardía. De repente, oí ruidos fuera. Abrí la puerta un poco, y sentí como si alguien hubiera huido.
"¿Puedo entrar? Quiero hacer pipí", dijo Alberto.
El morbo me golpeó como una ola. Él sabía lo del baño; mi marido se lo había contado.
"Pasa rápido, que me estoy bañando", respondí, temblando.
Entró, pero no oí el chorro de orina. En cambio, imaginé su mano en su polla, masturbándose por mí. La idea me volvió loca: empecé a tocarme el clítoris con una mano, masajeando un pecho con la otra, el agua corriendo por mi cuerpo caliente, mis gemidos ahogados en silencio. Oí su respiración pesada, el sonido rítmico de su mano.
"¿Ya terminaste de orinar?", pregunté cuatro veces, fingiendo inocencia, pero seguí tocándome, imaginando que se había ido.
Entonces, un gemido ahogado escapó de él, y supe que se había corrido.
Salí del baño con solo un hilo que apenas cubría mi vagina hinchada, el hilo tragado por mis nalgas enormes. Me disponía a dormir cuando vi una tarántula en mi cama.
Grité: "¡Alberto! ¡Alberto! ¡Ven rápido, una araña en mi cama!", como entro ¿No lo sé?.
Él entró corriendo, sin camisa, en ropa interior que marcaba un paquete impresionante, grueso y prometedor.
"¿Qué pasa?". Se quedó helado al verme casi desnuda, mis curvas expuestas.
"Ahí está", señalé.
Agarró un zapato y la mató, salpicando por toda la cama.
"¿Qué hiciste? ¿Ahora dónde duermo?", dije, con el corazón latiendo.
"Perdóname, pero... Tenía que matala, si no nos hubiera mordido. Usa mi habitación, yo duermo en el suelo".
"Ni lo pienses, ¿y si hay más arañas? Mejor durmamos juntos".
Él tragó saliva, su paquete creciendo visiblemente.
"Yo duermo pegada a la pared, tú en la orilla", dije, acomodándome de lado, dejando mis nalgas expuestas como una invitación.
No pude dormir; el deseo me mantenía despierta hora y media. Entonces, sentí su miembro desnudo presionarse contra la raja de mis nalgas, su pecho cálido contra mi espalda, su brazo rodeándome. Se quedó quieto unos minutos, probando si despertaba. Moví mi culo sutilmente, levantándolo, y él se apartó un segundo. "Habrá pensado que desperte", pensé. Pero volvió, y sentí como apartaba el hilo, untando vaselina en mi ano —el aroma dulce y la consistencia resbaladiza lo delataban de que era vaselina ya que ya había hecho sexo anal con mi esposo—. Metió un dedo, luego dos, dilatándome lentamente. Gemí, y para disimular, murmuré el nombre de mi marido: "Oh, Alfredo ¿Que haces?...". Él sacó la mano, pero luego sentí su polla gruesa empujando.
"¡Ay, ay, ay! Más despacio, está muy grande", grité, ya sin fingir.
Me dolió a pesar de que mi estrada estaba dilatada.
Se asustó:
"Perdóname, el impulso me venció...".
Lo interrumpí:
"Calma, no pasa nada. Prende la luz".
La encendió, y vi su verga: 20 centímetros de grosor extremo, palpitante, nada como los 14 flácidos y delgados de mi marido.
"Alberto, qué grande tienes esa cosa... y así querías metérmela".
"Perdóname, por favor no me eches".
"Claro que no. Tu esposa no te daba nada porque quizás mucho la lastimabas, es lógico que de porque te echara. Hablo en serio... trae más vaselina y ven".
Hipnotizada, unté vaselina en su polla, sintiéndola latir en mi mano. Lo acosté, me subí encima como en sentadillas, colocando la cabeza en mi entrada. La moví, gimiendo, mientras él me masturbaba el clítoris. Estaba empapada.
"Métela ya, Beatriz, es una tortura solo con la cabeza", suplicó.
Intenté, pero dolía. De repente, me jaló y empujó todo adentro en un acto de impaciencia.
"¡Ayyyy, me duele! Sácalo, me estás lastimando", lloré, con el ano partido y abierto.
"Ah, qué rico, Beatriz. Tu ano me aprieta tanto", gimió.
Lloré sobre él, sintiendo su polla palpitar dentro, llenándome.
"No te muevas, duele", grité.
"¿Te hago una pregunta?".
"Dime", sollocé.
"¿Tu marido ya te había follado el culo o eras virgen?".
"Sí, lo había hecho, pero la tuya es enorme y duele".
Empezó a moverse lento:
"¿Te gusta?".
No respondí, pero mi vulva chorreaba. Me hizo a un lado, untó más vaselina en su verga.
"Ya no quiero seguir", dije enojada.
Me volteó a la fuerza:
"Ya para, duele", lloré, pero no pude detenerlo.
Me la metió de golpe, y esta vez... no dolía tanto.
Estuvo media hora bombeando, hasta que su semen caliente inundó mi recto, quemando la entrada por alguna rotura. Se levantó:
"Dormiré en el sofá. Mañana me voy".
No contesté. Fui al baño, me miré con un espejo: ano hinchado, semen saliendo. Grabé un video, separando mis nalgas; estaba abierto, sangre y semen goteando por mis piernas. Me bañé, pensando en cómo mi vulva se mojó más la segunda vez. Alberto me había robado la virginidad anal de verdad.
Amaneció. Me vestí con shorts blue jeans ajustados y una blusa, fui a su cuarto.
"No te vayas, yo no estoy enojada contigo".
Me abrazó:
"Perdóname es que me excitas mucho y no lo podía soportar". Dijo Alberto después de tremenda violada.
"No me importa que me hayas violado... la verdad es que yo también quería saber que se sentía tener 20 centímetros adentro, y ahora ya lo se". Lo dije con mi rostro serio por el dolor ya que no me podía ni sentarme.
(Continuará...)
0 comentarios - Mí Tío Alberto