
El sol de mediodía se colaba por las persianas, calentando la casa con un resplandor dorado. Me desperté tarde, cerca de la 1:30 de la tarde, con el cuerpo aún adolorido por la noche anterior. Ya que me costaba aún sentarme. Me levanté lentamente, estirando mis curvas morenas bajo la sábana, y el aroma del arroz con especias y carne asada me llegó desde la cocina. Alberto había preparado el almuerzo.
Bajé descalza, con una camiseta holgada que apenas cubría mis muslos, mi cabello rizado cayendo en desorden sobre los hombros. Él estaba en la cocina, removiendo una olla con esa naturalidad que me desarmaba. Al verme, sonrió, con esa chispa traviesa en los ojos.
“Tu marido llamó mientras dormías”, dijo, sirviendo un plato humeante.
“Le dije que estabas agotada, pero hice una videollamada para que viera que estabas bien y descansando como ángel.”
Su voz era cálida, pero había un matiz juguetón que me erizó la piel.
“Gracias, Alberto. Y gracias por la comida, huele increíble”, respondí, sentándome a su lado en la mesa.
Despues de almorzar nos fuimos a la sala y nos sentamos, pero lo que realmente me alimentaba era la cercanía de su cuerpo, el roce casual de su brazo contra el mío mientras charlábamos. Habló de tonterías, chistes que me hacían reír hasta que las lágrimas se me escapaban, y yo lo miraba, embobada por esa mezcla de encanto y descaro. Pero entonces, un silencio cayó entre nosotros, pesado, cargado de electricidad. Sus ojos se deslizaron por mi cuerpo, deteniéndose en la curva de mis pechos bajo la camiseta.
“Beatriz, tienes un cuerpo perfecto”, murmuró, casi como si las palabras se le escaparan.
“Si no fueras mi prima… si no estuvieras casada, trabajaría día y noche solo para hacerte feliz, para darte todo lo que pidieras.”
Sus palabras encendieron un fuego en mi vientre. Me acerqué, rozando su muslo con la punta de mis dedos, sintiendo el calor de su piel a través del pantalón.
“Qué lindo eres, Alberto… pero, ¿sabes qué? Ya me hiciste tuya anoche”, dije, mi voz baja, mientras mi mano subía lentamente, acariciando el bulto que crecía bajo la tela.
Él tragó saliva, sus ojos oscureciéndose de deseo. Intentó besarme el cuello, su aliento cálido haciéndome estremecer, pero lo detuve con una sonrisa pícara.
“Para, que es muy temprano. Voy a llamar a Alfredo.”
Me levanté, dejando que mi camiseta se subiera un poco, mostrando el borde de mis nalgas, y me fui al cuarto, sintiendo su mirada quemándome la espalda.
La llamada con mi marido fue larga, llena de promesas vacías y palabras rutinarias. Me dijo que su viaje de trabajo se extendería una semana más. “Cuídame la casa, Beatriz. Y dile a Alberto que no se preocupe, que le encontraré algo en la empresa.” Colgué, con el corazón acelerado, no por él, sino por lo que significaba: siete días más con Alberto. Volví a la sala, donde él seguía sentado, con esa sonrisa pervertida que me hacía temblar.
“Alfredo dice que no vendrá dentro de una semana y de que me cuidaras". Más te vale cuidarme bien, ¿eh?”, bromeé, pero mi tono era una invitación.
Alberto rió, pero antes de que pudiera decir algo, lo corté.
“Voy al hospital. Todavía me duele… por lo de anoche.” Mi voz era seria, pero mis ojos lo provocaban.
En el hospital, el doctor fue profesional, pero no pude evitar sonrojarme mientras explicaba el dolor y la inflamación. Me recetó una crema para el ano y supositorios para tres días. Alberto me acompañó, y en el camino de regreso, mientras conducía, su mano descansó en mi muslo, un gesto que parecía casual pero que me hizo apretar las piernas.
“Te cuidaré hasta que estés mejor, Beatriz”, dijo, con una sonrisa que era más promesa que consuelo. Y lo cumplió.
Durante esos tres días, se transformó: cocinaba, lavaba, limpiaba la casa con una dedicación que me sorprendía. Era como si quisiera redimirse, o tal vez, conquistarme. Cada noche dormíamos en la misma cama, pero con ropa, como un pacto tácito para no cruzar la línea… aunque el deseo flotaba en el aire como un perfume embriagador.
El tercer día, después de aplicarme el último supositorio, salí del baño envuelta en una toalla ya me sentía mejor de mi culote ya no me dolía. Alberto dormía en el sofá, agotado por los quehaceres. Su pecho subía y bajaba lentamente, y esa vulnerabilidad me encendió. Traviesa, me arrodillé frente a él, bajé sus shorts con cuidado y liberé su miembro flácido, que incluso así era imponente. Me relamí los labios, acercándome, y comencé a lamer el glande con la punta de mi lengua, trazando círculos lentos, provocadores. Gemía en sueños, y eso me volvía loca. Metí la cabeza rosada en mi boca, saboreando su piel, sintiendo cómo crecía, endureciéndose contra mi lengua. Cuando despertó, sus ojos se abrieron de golpe, pero no me detuvo.
“¿Qué haces?”, jadeó, su voz ronca.
Saqué su polla de mi boca, mirándolo con picardía.
“El doctor dijo dieta para mi culo, no para mi boca. Y justo ahora tengo antojo de carne… y leche caliente.”
Sin esperar respuesta, volví a devorarlo, chupando sus testículos, lamiendo cada centímetro, hasta que mis labios se deslizaron por toda su longitud. Durante veinticinco minutos, lo llevé al borde, hasta que su semen caliente inundó mi boca. Lo tragué todo, limpiando cada gota con mi lengua, mientras él me miraba, jadeante, con una mezcla de satisfacción y asombro.
Esa noche, después de una cena sencilla que él preparó, dormimos juntos otra vez, con ropa, como si quisiéramos mantener las apariencias. Pero a la mañana siguiente, todo cambió. Ya no sentía dolor mi culo ya había sanado, pero algo se sentía vacío en la casa. Alberto había salido temprano; su esposa lo había llamado. La casa se sentía vacía, y un nudo se formó en mi pecho.
¿Era posible que me hubiera enamorado de él? La idea me aterró, pero también me excitó. Pasé el día inquieta, hablando con Alfredo por teléfono, mintiéndole con una sonrisa mientras mi mente estaba con Alberto. Cuando llegó la noche, él regresó, cansado pero con esa chispa en los ojos que me desarmaba.
Nos sentamos a cenar, y la tensión era palpable.
“¿Por qué no viniste a almorzar?”, pregunté, intentando sonar casual, pero mi voz me traicionaba ya que parecía celosa.
Él suspiró, dejando el tenedor.
“Mi esposa quiere que vuelva con ella. Por los niños.”
Sus palabras fueron como un golpe. Me levanté de la mesa, furiosa, celosa, y me encerré en el baño. Me duché, dejando que el agua caliente calmara mi piel, pero no mi corazón. Él afuera del baño, pidiendo disculpas, que no me enojara, de que él vendría a visitarme... Etcétera. Cuando salí, me puse un baby doll negro, transparente, sin nada debajo. Mis pechos se marcaban, mi vulva rasurada visible bajo la tela. Fui a su cuarto, donde lo encontré empacando. Se quedó inmóvil al verme, sus ojos devorándome.
“¿Qué… te gusta?”, pregunté, acercándome con pasos lentos.
“Muchísimo”, murmuró, su voz grave.
Me lancé sobre él, besándolo con una pasión que no podía contener. Sus manos apretaron mis nalgas, y en un frenesí, le arranqué la camisa y los shorts. Me tiró a la cama, bajando el baby doll para liberar mis pechos, chupándolos con una hambre que me hizo gemir. Empujé su cabeza hacia mi vulva, y él obedeció, lamiendo mis labios, penetrando con su lengua, mientras un dedo exploraba mi interior. Mi cuerpo temblaba, mi clítoris palpitaba bajo sus caricias, y pronto un orgasmo me sacudió, dejándome empapada.
Se posicionó encima de mí, en misionero, y entró lentamente, llenándome con su grosor.
“Despacio, que la tienes enorme”, susurré, pero mis fluidos facilitaban el paso, entrando lentamente.
Me penetró con suavidad al principio, luego con más fuerza, mientras yo gemía, perdida en el placer. Me puso en cuatro, y el espejo frente a la cama me mostró cómo Alberto me embestía haciendo rebotar mis grandes nalgas.
“Qué nalgotas tan deliciosas tienes mi amor”, gruñó, dándome nalgadas suaves.
“Son tuyas, dame más duro”, supliqué, y él obedeció, embistiéndome hasta que otro orgasmo me hizo gritar.
Me subí encima, cabalgándolo, mis pechos en su cara, mientras él los chupaba y apretaba mis nalgas.
“¡Así, papi, me encanta tu verga!”, gemí, sintiendo cómo me taladraba.
Nos corrimos al mismo tiempo, su semen llenándome mientras yo temblaba de placer mientras lo mojaba con mi orgasmo.
Descansamos, sudorosos, pero la noche no terminó ahí. Seguimos hasta el amanecer, explorando cada rincón de nuestros cuerpos, incluso mi ano, que ahora recibía su grosor, devorando cada centímetro. Cuando el sol salió, él se vistió, me besó y prometió volver cada vez que Alfredo no estuviera.
“Te cuidaré siempre Beatriz, desde ahora serás mi segunda mujer y mi amante”, susurró antes de irse. Fin.
Epílogo:
Los días con Alfredo volvieron a su monotonía, pero mi cuerpo ya no respondía como antes. En la cama, sus caricias eran frías, insuficientes ya que su pene lo sentía más pequeño que antes, y mi mente volaba a Alberto, a su vergota grande y gorda, a cómo me hacía sentir viva. Cada vez que mi marido salía de viaje, Alberto regresaba, y nos perdíamos en noches de lujuria, mi cuerpo adicto a él, especialmente a ese placer anal que una vez temí y ahora anhelaba. Pero más allá del sexo, algo había cambiado. No era solo deseo; había un vacío en mi pecho cuando él no estaba, una chispa que Alfredo nunca encendió.
Una tarde, mientras Alfredo estaba en una reunión, Alberto apareció sin avisar. No hablamos. Me tomó en la sala, contra la pared, haciendo a un lado mi calzón, su verga dura llenándome mientras susurraba mi nombre. Cuando terminamos, exhaustos, me miró a los ojos.
“Beatriz te amo.” Mi corazón dio un vuelco, porque ambos nos estábamos enamorando.
Sabía que estaba mal, porque mi vida con Alfredo era cómoda, segura. Tenia que dejar de ver a Alberto como un novio o esposo. Pero a su vez mientras escribo esto, con el calor de sus caricias aún en mi piel. Prefiero seguir siendo la amante.
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